Mi primera experiencia como docente fue en marzo de 2014, durante las prácticas del máster en Formación de Profesores de Español (Especialidad Lengua Extranjera) de la UAH. Junto con una profesora experimentada, que se llamaba María, nos hicimos cargo de un curso de japoneses de nivel inicial. Fue un curso intensivo, de cuatro horas al día -de lunes a viernes- durante tres semanas. Se trataba de un curso de carácter cultural, ya que los alumnos querían conocer el país, la cultura y el idioma, pero no tenían la intención de continuar estudiando español a corto plazo.
La situación inicial fue algo complicada: mediante una prueba que se realizó en el centro el primer día, determinamos el nivel de todos los alumnos venidos de Japón y los organizamos en cuatro cursos (Inicial, A1, A1 alto y B1). A mi curso llegaron nueve alumnos; ocho chicas y un chico. La situación inicial era muy dispar, porque algunos ya habían estudiado español y otros, en cambio, era la primera vez que lo estudiaban. Pero, en cualquier caso, su nivel era inicial y todos conocían, en cierta medida, saludos, fórmulas de cortesía y algunas palabras sueltas.
Al contrario de lo que normalmente se piensa, los alumnos japoneses fueron muy receptivos desde la primera clase y se enfrentaron al curso con mucha energía. Fue todo un reto para mí, puesto que yo tenía que responder aun con más energía y, para los que no me conozcan, soy una persona bastante tímida. Sin embargo, aquellos días yo también aprendí mucho de ellos y, sobre todo, aprendí más acerca de lo que significa ser un profesor: ser un profesor significa ser quien lleva la batuta y concierta a los alumnos en cualquier circunstancia. Al principio algunos suenan más fuerte, otros, más débil; unos son de viento, otros, de cuerda, otros, de percusión; pero, al final, el deber de un profesor es hacer que la clase suene a español.
Podría dar muchos detalles acerca de mi experiencia, no obstante, quiero centrarme en las dificultades que yo encontré durante los primeros días:
Para resolver la primera de ellas, recurrí a la exageración de la fonética, para lo cual, Momoko -la estudiante más salada del grupo- fue un ejemplo a seguir para todos los demás. Cuando no podían distinguir entre /l/, /n/, /m/, /d/, /r/ y /ɾ/, les pedía que me dijesen las palabras con más energía y que se fijasen en la posición de mi boca y, poco a poco, estas dificultades iniciales se fueron diluyendo. Otra alternativa, fueron los juegos orientados al aprendizaje de nuestro alfabeto: además de aprender léxico, mediante algunos juegos, conseguimos que distinguiesen los fonemas y los recordasen con palabras que, curiosamente, ya conocían.
El uso del inglés en el aula resultó ser un verdadero dilema para mí. Todo lo que sabían de español, anteriormente lo habían pasado por el filtro del inglés, puesto que su primer contacto con el mundo occidental fue a través de dicha lengua. El reto consistía en no malacostumbrar a los estudiantes aprovechando todas las cosas positivas que pudiéramos sacar de aquella situación. Como medida inicial, la primera semana fui permisivo y valoré positivamente todas aquellas comparaciones que ellos quisieran hacer entre el inglés y el español, para crear un ambiente de reflexión metalingüística. Hay que tener en cuenta que de cualquier otra manera la comunicación hubiese resultado imposible, puesto que en algunos casos necesitaban comprender las instrucciones de las actividades que proponía y no eran capaces. Las siguientes semanas prohibí el uso del inglés y lo suplí con el aprendizaje de estrategias. Les enseñé aquellas palabras que necesitaban conocer para seguir la clase e insistí mucho en que el inglés desapareciera del aula de español.
La última situación la solventé con el trabajo en parejas y en grupos. Procuré que los alumnos más aventajados se juntasen con aquellos que jamás habían estudiado español y el resultado fue muy positivo. Además, tuve especial cuidado en que no se sintiesen perdidos, infravalorados o desmotivados. Los alumnos fueron realmente solidarios entre ellos y se puede decir que todos aprendimos de todos.
¿Y tú? ¿Qué hubieras hecho para superar estas dificultades?
La situación inicial fue algo complicada: mediante una prueba que se realizó en el centro el primer día, determinamos el nivel de todos los alumnos venidos de Japón y los organizamos en cuatro cursos (Inicial, A1, A1 alto y B1). A mi curso llegaron nueve alumnos; ocho chicas y un chico. La situación inicial era muy dispar, porque algunos ya habían estudiado español y otros, en cambio, era la primera vez que lo estudiaban. Pero, en cualquier caso, su nivel era inicial y todos conocían, en cierta medida, saludos, fórmulas de cortesía y algunas palabras sueltas.
Al contrario de lo que normalmente se piensa, los alumnos japoneses fueron muy receptivos desde la primera clase y se enfrentaron al curso con mucha energía. Fue todo un reto para mí, puesto que yo tenía que responder aun con más energía y, para los que no me conozcan, soy una persona bastante tímida. Sin embargo, aquellos días yo también aprendí mucho de ellos y, sobre todo, aprendí más acerca de lo que significa ser un profesor: ser un profesor significa ser quien lleva la batuta y concierta a los alumnos en cualquier circunstancia. Al principio algunos suenan más fuerte, otros, más débil; unos son de viento, otros, de cuerda, otros, de percusión; pero, al final, el deber de un profesor es hacer que la clase suene a español.
Podría dar muchos detalles acerca de mi experiencia, no obstante, quiero centrarme en las dificultades que yo encontré durante los primeros días:
- La primera de ellas fue la tremenda diferencia entre el japonés y el español. Especialmente, entre la fonética y los signos de escritura.
- La segunda de ellas era la influencia de la lengua inglesa.
- La última de ellas era la disparidad de niveles y actitudes dentro del aula.
Para resolver la primera de ellas, recurrí a la exageración de la fonética, para lo cual, Momoko -la estudiante más salada del grupo- fue un ejemplo a seguir para todos los demás. Cuando no podían distinguir entre /l/, /n/, /m/, /d/, /r/ y /ɾ/, les pedía que me dijesen las palabras con más energía y que se fijasen en la posición de mi boca y, poco a poco, estas dificultades iniciales se fueron diluyendo. Otra alternativa, fueron los juegos orientados al aprendizaje de nuestro alfabeto: además de aprender léxico, mediante algunos juegos, conseguimos que distinguiesen los fonemas y los recordasen con palabras que, curiosamente, ya conocían.
El uso del inglés en el aula resultó ser un verdadero dilema para mí. Todo lo que sabían de español, anteriormente lo habían pasado por el filtro del inglés, puesto que su primer contacto con el mundo occidental fue a través de dicha lengua. El reto consistía en no malacostumbrar a los estudiantes aprovechando todas las cosas positivas que pudiéramos sacar de aquella situación. Como medida inicial, la primera semana fui permisivo y valoré positivamente todas aquellas comparaciones que ellos quisieran hacer entre el inglés y el español, para crear un ambiente de reflexión metalingüística. Hay que tener en cuenta que de cualquier otra manera la comunicación hubiese resultado imposible, puesto que en algunos casos necesitaban comprender las instrucciones de las actividades que proponía y no eran capaces. Las siguientes semanas prohibí el uso del inglés y lo suplí con el aprendizaje de estrategias. Les enseñé aquellas palabras que necesitaban conocer para seguir la clase e insistí mucho en que el inglés desapareciera del aula de español.
La última situación la solventé con el trabajo en parejas y en grupos. Procuré que los alumnos más aventajados se juntasen con aquellos que jamás habían estudiado español y el resultado fue muy positivo. Además, tuve especial cuidado en que no se sintiesen perdidos, infravalorados o desmotivados. Los alumnos fueron realmente solidarios entre ellos y se puede decir que todos aprendimos de todos.
¿Y tú? ¿Qué hubieras hecho para superar estas dificultades?